LA QUIMERA DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO
Por Carlos Strasser Para LA NACION
Dos son los apuntes más relevantes que pueden hacerse sobre estas crisis "de nuevo tipo"-registradas en Ecuador y Bolivia, antes en Paraguay y la Argentina, también en Venezuela y, en cierto modo, en México- cuyo resultado es la desestabilización/caída de gobiernos electos -entre legal y legítimamente- y en ejercicio. El primero, ya señalado por un número de observadores, toma nota de que los ejecutores de estos cambios no son los que siempre antes supieron ser en la historia tradicional de América latina, los militares, sino "la gente", masas importantes volcadas a clamar y reclamar en las plazas y en las calles (no digo "la sociedad civil" ni "la ciudadanía", la proposición sería demasiado atrevida, un exceso). Ahora caen y varían sólo los gobiernos, no más el régimen político. El péndulo dejó de ser civil-militar. El segundo apunte se corresponde en cambio con un orden más teórico y toma nota de aquello que estas crisis justamente estarían poniendo en juego: el régimen democrático mismo. Es un apunte relacionado con la falta de representatividad que acusan actualmente los gobiernos de nuestros regímenes llamados democráticos y lo que está por detrás de lo que en los últimos tiempos viene repitiéndose. Aquí voy a concentrarme en este apunte. La representación del pueblo en el gobierno, desde que existe la llamada democracia indirecta, siempre ha sido la cruz cargada por ésta. O la piedra del escándalo, según Rousseau, quien, aun en las vísperas de la democracia, anticipó que los representantes responderían, por lo general, primero a sus intereses personales y, luego, a los intereses de los "cuerpos" a que pertenecieran; no primordialmente a la voluntad general, es decir, al bien común, que sólo sería el interés tercero y último en sus agendas. La experiencia histórica ha mostrado con porfía, sobre todo en las últimas décadas, que Rousseau no estaba tan equivocado. Es que, para peor, comparando la época de mediados del siglo XVIII con el presente, la representación -que implica ahora, por lo menos en principio, a todas las clases sociales sin exclusión y en definitiva a "demasiados" sectores- se ha vuelto además mucho más compleja (como las propias sociedades) y, por lo tanto, de realización enormemente más difícil e improbable. En la actualidad, por otra parte, la política y los políticos ya no gobiernan ellos a los Estados (no pueden hacerlo) tanto como lo hacen, en particular, la economía, los mercados o las "redes" más sistémicas de un mundo hoy no sólo "globalizado" sino, por lo mismo, plagado de otros muchos actores con poder o influencia, nacionales e internacionales. En fin, hoy un gobierno representativo suele parecer una quimera. No sorprende, pues, que su desempeño termine por empujar a la gente (una u otra) a las plazas y las calles. A propósito de ello, cuando esta realidad contemporánea ya se insinuaba claramente, hace unos cien años, Carl Schmitt produjo una distinción sugestiva entre dos tipos esencialmente distintos de representación política: la del Repräsentant y la del Vertreter (ninguno de los dos vocablos tienen una traducción española equivalente). El Vertreter es al fin y al cabo una suerte de procurador de voluntades o intereses parciales, de sectores o grupos determinados; lo sería, por ejemplo típico e incorregible, el clásico hombre o mujer de partido ungido diputado por las consabidas ingenierías electorales. El Repräsentant, en cambio, es quien "encarna" a la nación entera, quien inviste el interés y la voluntad colectivos. Como la democracia es precisamente "la identidad entre gobernantes y gobernados", ese representante no es el producto de la mera contabilidad de votos dados de manera individual, fragmentada y secreta, sino la expresión de un pueblo compacto y homogéneo, de ese pueblo-nación que, en cambio, se reúne y manifiesta y aclama como tal según la única manera evidente posible: ?en las plazas y las calles (aunque eso era antes de llegados los medios, complicación en la que sin embargo no entraremos). Aunque de manera por demás sucinta, lo precedente ha planteado los términos del problema. Y las moralejas son tres. Una: hay regímenes democráticos y regímenes democráticos que no son lo mismo sino regímenes en verdad alternativos. Dos: estas crisis "de nuevo tipo" no sólo voltean gobiernos, también ponen al régimen en juego. Tres: actualmente, al menos en América latina, todo hace temer que estemos como encerrados entre lo peor de la Vertretung y lo peor de la Repräsentation. Lo que estamos viendo es la ausencia -la extrema dificultad, si no la imposibilidad- de gobiernos cabalmente representativos. Además, no la tienen fácil, desde luego.
Dos son los apuntes más relevantes que pueden hacerse sobre estas crisis "de nuevo tipo"-registradas en Ecuador y Bolivia, antes en Paraguay y la Argentina, también en Venezuela y, en cierto modo, en México- cuyo resultado es la desestabilización/caída de gobiernos electos -entre legal y legítimamente- y en ejercicio. El primero, ya señalado por un número de observadores, toma nota de que los ejecutores de estos cambios no son los que siempre antes supieron ser en la historia tradicional de América latina, los militares, sino "la gente", masas importantes volcadas a clamar y reclamar en las plazas y en las calles (no digo "la sociedad civil" ni "la ciudadanía", la proposición sería demasiado atrevida, un exceso). Ahora caen y varían sólo los gobiernos, no más el régimen político. El péndulo dejó de ser civil-militar. El segundo apunte se corresponde en cambio con un orden más teórico y toma nota de aquello que estas crisis justamente estarían poniendo en juego: el régimen democrático mismo. Es un apunte relacionado con la falta de representatividad que acusan actualmente los gobiernos de nuestros regímenes llamados democráticos y lo que está por detrás de lo que en los últimos tiempos viene repitiéndose. Aquí voy a concentrarme en este apunte. La representación del pueblo en el gobierno, desde que existe la llamada democracia indirecta, siempre ha sido la cruz cargada por ésta. O la piedra del escándalo, según Rousseau, quien, aun en las vísperas de la democracia, anticipó que los representantes responderían, por lo general, primero a sus intereses personales y, luego, a los intereses de los "cuerpos" a que pertenecieran; no primordialmente a la voluntad general, es decir, al bien común, que sólo sería el interés tercero y último en sus agendas. La experiencia histórica ha mostrado con porfía, sobre todo en las últimas décadas, que Rousseau no estaba tan equivocado. Es que, para peor, comparando la época de mediados del siglo XVIII con el presente, la representación -que implica ahora, por lo menos en principio, a todas las clases sociales sin exclusión y en definitiva a "demasiados" sectores- se ha vuelto además mucho más compleja (como las propias sociedades) y, por lo tanto, de realización enormemente más difícil e improbable. En la actualidad, por otra parte, la política y los políticos ya no gobiernan ellos a los Estados (no pueden hacerlo) tanto como lo hacen, en particular, la economía, los mercados o las "redes" más sistémicas de un mundo hoy no sólo "globalizado" sino, por lo mismo, plagado de otros muchos actores con poder o influencia, nacionales e internacionales. En fin, hoy un gobierno representativo suele parecer una quimera. No sorprende, pues, que su desempeño termine por empujar a la gente (una u otra) a las plazas y las calles. A propósito de ello, cuando esta realidad contemporánea ya se insinuaba claramente, hace unos cien años, Carl Schmitt produjo una distinción sugestiva entre dos tipos esencialmente distintos de representación política: la del Repräsentant y la del Vertreter (ninguno de los dos vocablos tienen una traducción española equivalente). El Vertreter es al fin y al cabo una suerte de procurador de voluntades o intereses parciales, de sectores o grupos determinados; lo sería, por ejemplo típico e incorregible, el clásico hombre o mujer de partido ungido diputado por las consabidas ingenierías electorales. El Repräsentant, en cambio, es quien "encarna" a la nación entera, quien inviste el interés y la voluntad colectivos. Como la democracia es precisamente "la identidad entre gobernantes y gobernados", ese representante no es el producto de la mera contabilidad de votos dados de manera individual, fragmentada y secreta, sino la expresión de un pueblo compacto y homogéneo, de ese pueblo-nación que, en cambio, se reúne y manifiesta y aclama como tal según la única manera evidente posible: ?en las plazas y las calles (aunque eso era antes de llegados los medios, complicación en la que sin embargo no entraremos). Aunque de manera por demás sucinta, lo precedente ha planteado los términos del problema. Y las moralejas son tres. Una: hay regímenes democráticos y regímenes democráticos que no son lo mismo sino regímenes en verdad alternativos. Dos: estas crisis "de nuevo tipo" no sólo voltean gobiernos, también ponen al régimen en juego. Tres: actualmente, al menos en América latina, todo hace temer que estemos como encerrados entre lo peor de la Vertretung y lo peor de la Repräsentation. Lo que estamos viendo es la ausencia -la extrema dificultad, si no la imposibilidad- de gobiernos cabalmente representativos. Además, no la tienen fácil, desde luego.
El autor es politólogo, investigador de Flacso y del Conicet.
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