AMERICA LATINA: ¿DE NUEVO LA INESTABILIDAD?
Por Eugenio Kvaternik Para LA NACION
La destitución del coronel Lucio Gutiérrez, presidente de Ecuador, es el episodio más reciente de una ola de episodios similares, que comienzan con la destitución de Fujimori en el Perú, pasando por las renuncias de De la Rúa en la Argentina y Sánchez de Lozada en Bolivia, y en los que, en lugar de lo que ocurría antes, no son los militares sino la fronda ciudadana la que fuerza a abdicar a los mandatarios electos. La duda y la perplejidad nos invaden frente a lo ocurrido en Ecuador, donde la asamblea depuso a Lucio Gutiérrez sin la mayoría de votos necesaria, acusándolo de abandonar el cargo, mientras lo echaba. Para explicar el golpismo militar latinoamericano, anterior a la aparición de los autoritarismos de los años 70, intermitente y a la vez continuo, el politicólogo americano Alfred Stepan plasmó la noción de intervención "moderadora". Su análisis sugería que, mientras para el observador o para el ciudadano común el golpe era un síntoma de que el proceso político e institucional había entrado en una fase de descomposición, hurgando debajo de las apariencias, el académico descubría que, por el contrario, la intervención de la fuerza armada debía ser vista como un fenómeno de recomposición del proceso político. Provocada ya sea por un escenario de polarización social y política o por la pérdida de consenso del jefe del Ejecutivo, se desencadenaba una crisis que los resortes constitucionales no podían resolver. Con el consenso de las elites civiles, el ejército desplazaba al presidente, convocaba a la brevedad a nuevas elecciones y recomponía –momentáneamente al menos– un curso político deteriorado. Esta misma lógica moderadora está presente en los desplazamientos recientes de los presidentes latinoamericanos, pero en lugar del ejército, el protagonismo corresponde ahora a la masa civil, que, en vez de convocar a elecciones como los militares, abre paso a la sucesión legal en la figura del vicepresidente. Con cinco intervenciones militares entre 1930 y 1966, la Argentina y Brasil fueron el paradigma del golpe de Estado moderador. ¿Será Ecuador, con tres presidentes en ocho años –Bucaram, Mauhad y Gutiérrez–, el paradigma del golpe ciudadano moderador? ¿Asiste América latina a una nueva forma de crisis en la cual el ciudadano moderador sustituye al ejército moderador? He aquí una lectura plausible, cuya bondad se deriva de que convence no sólo por su simplicidad, condición que, según nos decía el filósofo medieval Guillermo de Ockam, es el requisito necesario de toda buena teoría, sino que tiene, además, la ventaja de acercarnos a cierto sosiego. A pesar de que la destitución de un mandatario no es el desenlace ideal de una crisis, siempre será mejor el civil moderador que el militar moderador. Pero si la teoría es simple, la realidad es más compleja. En efecto, estos episodios ocupan un espectro que tiene en un extremo la Venezuela de Chávez y en el otro a Bolivia, y ahora, quizá, también a Ecuador. Venezuela sugiere que la crisis no siempre abre espacio a un árbitro. Los opositores de Chávez, que propiciaron su desplazamiento mediante un golpe militar –empresarial y luego a través del referéndum revocatorio–, volvieron a reiterar que, en política, no sólo nunca se sabe para quién trabaja, sino que también puede estar haciéndolo para su peor enemigo. Los presuntos adalides de la moderación contribuyeron a cebar la polarización y consolidaron con más fuerza el reinado de su adversario. En el otro extremo del espectro está Bolivia, donde la destitución de Sánchez de Lozada y la asunción del vicepresidente Meza son la punta del iceberg debajo del cual se mantienen al acecho, los cocaleros de Evo Morales y los aymaras de Felipe Quispe. Entre ambos extremos, se encuentra la solución argentina, ya que, a partir de la destitución del doctor De la Rúa, se reanuda el juego político en un marco de relativa estabilidad, y como la esperanza en el futuro opaca el recuerdo del pasado, no es casual que haya dado pábulo a la hipótesis de que –a pesar de los excesos de manifestaciones que nos deparó 2001, con la violencia y el "que se vayan todos"– la ciudadanía contribuyó, por último, a recomponer el proceso político. Tucídides, el historiador ateniense, sostenía que la moderación de los espartanos obedecía a su temor constante a la sublevación de sus esclavos, los ilotas, que los superaban en número en una proporción de siete a uno. Su observación es un paño exiguo para ser adosado a estos episodios. La idea de que el desenlace moderador, por medio de políticos cuestionados, fue una acción preventiva de parte de sectores de clase media motivada por un temor similar al de los espartanos, es decir, a una reacción de nuestros conciudadanos marginados y víctimas de desigualdades intolerables, se desvanece porque éstos, como lo atestigua entre otras la experiencia boliviana, también participaron del hecho. En el plano político al menos, nuestras ciudades están pobladas exclusivamente por espartanos, y ya no hay más ilotas. ¿Cuál es entonces el tenor de esta ola de inestabilidad? Nuestros países experimentaron en algún momento la democracia, conocieron el golpismo moderador entre los años 40 y 60, se desbarrancaron, a partir de la polarización, en el despotismo, recuperaron posteriormente la democracia y se enfrentan ahora con las diversas variantes de la masa civil. El lector puede encontrar la respuesta a estos fenómenos en los teóricos de los ciclos de las formas de gobierno. Con excepción de Chile y Uruguay, que, siguiendo a Montesquieu, sólo conocen la república y el despotismo, el resto de los países debe buscar la respuesta en Platón. Para este autor, el ciclo comienza con la forma pura –para él era la aristocracia– y se continúa con las impuras, cada una de ellas peor que la anterior, y la última la peor de todas. Hemos experimentado sucesivamente la forma pura –la república democrática– para pasar luego a las diferentes formas impuras, salvo que, a diferencia de lo que decía Platón, nos queda el leve consuelo de que la última, la masa civil, es la menos mala de todas. De todos modos, queda sin contestar la duda que aletea en todos los espíritus: ¿estamos frente a una descomposición o frente a una recomposición del proceso político? Tucídides relata que la derrota militar en Sicilia selló, prácticamente, la derrota ateniense en la guerra del Peloponeso. Cuando el ejército ateniense se retiraba de la isla, un eclipse de luna llevó a su jefe a consultar un augur, quien interpretó el eclipse como un signo que ordenaba suspender la retirada, tres veces por nueve días, es decir, cuatro semanas. Así lo hicieron, y dieron tiempo a que sus enemigos los cercaran y aniquilaran. Plutarco señala que Filocoro, otro historiador y también augur, luego de estos acontecimientos, interpretó que, por el contrario, el oscurecimiento de la luna favorecía a quienes huían y que, de haberlo interpretado así, los atenienses se hubieran salvado. En la Argentina, la crisis económica derribó a De la Rúa, mientras que la economía no tuvo impacto alguno en la crisis ecuatoriana. En Venezuela, el ejercitó acabó apoyando a Chávez y en Ecuador le retiró su apoyo a Gutiérrez. Esto indica que si por ahora, y como los de la naturaleza, también nuestros eclipses institucionales son momentáneos, los factores que los provocan y sus consecuencias varían de país a país, por lo cual nosotros también, al igual que los augures griegos, nos dividimos sobre su significado. Ojalá que no nos ocurra como a ellos y que nadie nos eche en cara que interpretamos como una recomposición un eclipse que anunciaba los signos de la descomposición.
El autor es profesor de Teoría Política en las universidades de Buenos Aires, del Salvador y Católica Argentina.
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