martes, 29 de junio de 2010

ANTE LA DEMOCRACIA INMEDIATA

Domingo 19 de Junio de 2005



ANTE LA DEMOCRACIA INMEDIATA



Por Isidoro Cheresky Para LA NACION

Varios presidentes de países latinoamericanos han debido abandonar el poder antes de culminar su mandato forzados por el descontento social apremiante exteriorizado en las calles. Bolivia en dos oportunidades consecutivas en los últimos meses, y Ecuador antes, son los casos más notorios. En la Argentina a fines del 2001 el presidente de ese entonces y su sucesor provisional experimentaron la contundencia de la acción directa. Estallidos populares o ciudadanos, con frecuencia diferenciados, se han constituido así en vetos al poder de presidentes ungidos en las urnas. No sería desacertado decir que incluso, en buena medida, fueron desalojados por aquellos mismos que los votaron. La inestabilidad democrática, que en el pasado tenía su fuente en la intervención militar asociada con frecuencia a otros poderes corporativos, parece provocada ahora por la ira popular. ¿Cómo fue que los electores se transformaron en gestores del acortamiento de los mandatos presidenciales? La perplejidad ante esta nueva tendencia se acentúa si tenemos en cuenta que estas movilizaciones, aunque por cierto varían según los países y las circunstancias que las precipitan, tienen un carácter con frecuencia espontáneo, y son heterogéneas o están dispersas en liderazgos fragmentados, figura que contrasta con la del pueblo unificado en torno a un líder carismático, a un encuadramiento corporativo o partidario y a veces en torno a una vanguardia política, o sea con los liderazgos que fueron característicos de las irrupciones populares hasta hace un par de décadas. Aún cabe acotar que la acción cuestionadora de los ciudadanos, en sus diversas variantes, tiene en común la aceptación de ciertos marcos institucionales, sobre todo para la sucesión de los gobernantes impugnados, y una distintiva confianza en la regulación democrática de las crisis, que se expresa en el reclamo de consultas electorales y la aceptación, al menos inmediata, de sus resultados. Situando esos estallidos en una perspectiva más amplia, puede constatarse que, mas allá de la expresiones de descontento que han conducido a quiebres institucionales, la relación de los individuos con la representación política ha cambiado significativamente en los diferentes países de la región y también en otras latitudes. La popularidad de los líderes políticos, y en particular de los gobernantes, está sometida a escrutinio permanente por parte de una ciudadanía que se considera crecientemente sin identidad partidaria fija. Los representantes están a merced de las oscilaciones de popularidad y, más aún, el proceso de renovación de la legitimación ha adquirido un carácter permanente. Así surge, ya no en los momentos de crisis, sino aun en los contextos estables y en paralelo a la representación política formal, otra representación social muchas veces fugaz -como se ha visto en nuestro país en torno a reclamos de justicia y de seguridad- pero ilustrativa de una ciudadanía que crea sus propios canales de expresión. De modo que no debería verse la evolución de las democracias recientes de América latina con los ojos del pasado. Por cierto, existe una insuficiencia en los marcos institucionales y en creencias republicanas que deberían asegurar el ejercicio de las libertades públicas y mejorar la representación, pero recomendar simplemente el reforzamiento de instituciones representativas sin tener en cuenta la significación que ha adquirido el espacio público y las formas de expresión ligadas a una suerte de "democracia inmediata" sería dar la espalda a una novedad que parece requerir una imprescindible reformulación del dispositivo institucional y de la articulación de la representación con la deliberación política. Ello no implica necesariamente idealizar las formas de expresión directa, que suelen no ofrecer un marco deliberativo sino que expresan más bien un rechazo a un estado de cosas. Ni tampoco supone subestimar el riesgo de que la inestabilidad conduzca a un hartazgo con las dificultades de la vida pública y con el faccionalismo percibido como obstructor de una convivencia civilizada, y al que sobre esas bases se abran paso alternativas autoritarias. Se trata sí de percatarse de que probablemente los regímenes democráticos se encuentran ante nuevos desafíos que no pueden ser sobrellevados con respuestas convencionales. Y en particular, que la iniciativa del aggiornamiento al que nos referimos recae en buena medida en la iniciativa de dirigentes que deben ver cómo sobrellevan la descalificación no siempre infundada de la "clase política", y a la vez, hacer gala de creatividad.
El autor es profesor de Teoría Política Contemporánea (UBA) e investigador del Conicet.

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