Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
HIGHLAND PARK, N. J. Quiza cuando se publiquen estas líneas la diplomacia haya transformado en espuma el torrencial intercambio de insultos, amenazas y acusaciones que se prodigaron el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, y los voceros del gobierno colombiano, de Alvaro Uribe. Nada puede predecirse en una historia cuyos caminos están regados de pólvora, petróleo y droga, y cuyos protagonistas son de fósforo. Tampoco es fácil entender lo que pasa e imaginar lo que podría venir. Colombia lleva más de cuarenta años de una guerra civil no entre dos bandos, sino entre por lo menos cuatro: el ejército regular, la guerrilla que opera con el nombre de FARC, los paramilitares –nacidos de la desconfianza de los hacendados en la eficacia del ejército–, y los narcotraficantes, que también disponen de soldados y armas considerables. Es una guerra despiadada, en la que las tropas de un bando se suelen pasar a otro con frecuencia, y tan pareja que podría durar cuarenta años más. Colombia ha tenido presidentes excepcionales como Belisario Betancur y César Gaviria, y tanto ellos como los otros han lidiado como pudieron con esa pesadilla que ha costado muchedumbres de muertos, desplazados y fugitivos. Parte de lo que sigue es una historia conocida, pero conviene recordarla para no sembrar más humo en el incendio. El sábado 1º de marzo, el ejército colombiano atravesó la frontera con Ecuador, avanzó kilómetro y medio en el territorio de ese país y atacó un campamento de las FARC. De diecisiete a veinte guerrilleros murieron, entre ellos Luis Edgar Devia Silva, conocido como Raúl Reyes, segundo comandante de los insurgentes, quien había establecido contacto con el presidente francés, Nicolas Sarkozy, para liberar a la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt. La invasión era ilegal, como toda invasión, y cualquier observador ecuánime sabe que fue también un palo muy torpe en el carro de las negociaciones. Colombia afirma que contaba con el permiso del gobierno ecuatoriano; éste lo negó, y el sentido común indica que Ecuador no pudo haberlo dado. El gobierno de Alvaro Uribe, por lo tanto, confió a la fuerza de las armas y de los hechos consumados lo que debió confiar a la diplomacia. Colombia ya está harta de la guerra interminable, y ninguna de las partes quiere ceder en una puja que siempre acaba en empate. Los rehenes están agonizando en la selva, eso es cierto, pero la muerte de Raúl Reyes no va a devolverles la libertad ni la vida. Conozco desde hace mucho a políticos y funcionarios del gobierno de Bogotá –de éste y de los anteriores– que darían la vida por deshacer el nudo gordiano en que se han convertido las guerras de su país, pero no han encontrado todavía una salida que apague los odios. Para colmo de males, Hugo Chávez batió el domingo 2 de marzo sus tambores de guerra. Casi nada sorprende ya en su lenguaje sin límites, pero en el unipersonal de televisión que ameniza desde hace varios años usó el más sulfúrico catálogo de insultos que se haya oído en los prados habitualmente corteses de la política internacional. Luego de callar un minuto en homenaje al “comandante revolucionario” Reyes, agravió el silencio llamando a Uribe “presidente criminal” y acusando a su gobierno de “paramilitar, narcotraficante y lacayo del imperio”. Las negativas de Uribe a cualquier tipo de negociación siempre me han parecido exageradas y quizás inhumanas, porque están en juego cientos de rehenes cuyas vidas siguen en manos de las FARC. La situación de los cautivos era menos riesgosa antes de que impusiera su mano dura. Pero el pueblo de su país lo apoya libremente, lo ha reelegido para que mantenga esa política, y ésa es el agua respetable de otro molino. Lo que se pierde muchas veces de vista es el juego que Chávez está llevando adelante en esta historia. El domingo ordenó en su programa de televisión el traslado de diez batallones a la frontera con la vecina Colombia y el cierre de la embajada venezolana en Bogotá, e instó a su par ecuatoriano, Raúl Correa, a que hiciera lo mismo. Correa lo hizo casi enseguida. El lunes 3 redobló la apuesta al expulsar a todo el personal colombiano de la embajada en Caracas y al cerrar la frontera. Correa, presuroso, también rompió relaciones con su vecino del Norte. Conocí a Chávez el último domingo de agosto de 1999, cuando cumplía seis meses de gobierno. Una de las primeras preguntas que le hice –tal como lo conté entonces– fue si los vínculos con las FARC que se le atribuían eran ciertos y si estaba entregándole a la guerrilla colombiana fondos reservados para la compra de armamentos. Fuentes muy confiables me habían dado esa información, exhibiendo algunos documentos que parecían legítimos. Por toda respuesta, Chávez levantó el teléfono, llamó al presidente de Colombia, Andrés Pastrana, y me pidió que repitiera la pregunta. Pastrana negó –como era previsible– todo vínculo de Chávez con la guerrilla y preguntó de dónde sacaba yo esa versión. No se lo podía decir, por supuesto, pero quizá no sea impropio revelar ahora que se trataba de uno de sus colaboradores más cercanos. Chávez se había alzado contra el gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez siete años antes, con la idea fija de resucitar la utopía de la unidad política de América latina, lanzada por el libertador Simón Bolívar en un documento clásico: la Carta de Jamaica. Esa ilusión ha sido el eje de casi todos sus actos, y para entender a Chávez hay que saber que él siente que allí, en la realización de la utopía, está su lugar final en la historia. Su adversario ya no es la corona española, como lo era para Bolívar, sino el imperio norteamericano, al que un bloque bolivariano de naciones le podría hacer la vida imposible. Ya a comienzos de su primer gobierno advirtió que le sería difícil alcanzar ese sueño por medio de la política, pero que podría lograrlo uniendo a ejércitos hermanos bajo una bandera común. Sin duda, lo ha seducido el hecho de que la rama política de las FARC se llame Movimiento Bolivariano para la Nueva Colombia, y que tanto las tropas irregulares al cuidado de la ya extinta Zona de Distensión como el sistema judicial que controlaban se llamaran también “bolivarianos”. En la mira inmediata de ese programa de unidad están los países que Bolívar quiso agrupar: Panamá, Ecuador, Perú, Colombia y, por supuesto, Bolivia. Eso explica el apoyo que Chávez brindó al candidato Ollanta Humala, derrotado en Perú, y al que venció en las elecciones de Ecuador, Rafael Correa. No hay por qué reprocharle a Chávez sus ilusiones. Al fin de cuentas, hasta el hombre más humilde tiene derecho a soñar lo que quiere. Pero en su caso, ha contraído responsabilidades con el país que lo eligió, y tanto sus bravatas verbales como los despliegues de tropas en la frontera no resuelven los problemas reales. Cientos de miles de colombianos viven en Venezuela, y los dos países están unidos por fraternidades históricas y culturales inquebrantables, por lazos de familia, por trabajos que van de un país a otro. Se ha insinuado que Chávez trata de distraer a Venezuela de la inflación y el desabastecimiento, que son ahora inocultables. La guerra es siempre un pésimo recurso para salir de esos pantanos, como lo prueba la infortunada aventura de las Malvinas. Así como Uribe es responsable de un hecho gravísimo –la invasión de un país vecino al que llevó su propia guerra–, también Chávez debería explicar por qué se ha exaltado tanto ante el ataque mortal a un campamento insurgente con el que Venezuela nada tiene que ver. ¿O sí?